Opinión y análisis

Desdemocratización en Venezuela (VII): La industrialización como deuda del sistema político

Tomada de: Podcast NBW

Andrés Cañizález

@infocracia

Lo que está en discusión, en estos días, no es algo nuevo. En realidad, ha sido un eterno ritornelo. Cuando Venezuela atraviesa una era de contracción en sus ingresos petroleros, se pone en la agenda pública la necesidad de producir y diversificar la producción. Han terminado siendo propuestas que cíclicamente también quedan engavetadas, una vez que el precio del petróleo repunta en el mercado internacional.

En la actual coyuntura, a diferencia de los que se observaba en la década del 80, una subida significativa de precios en el mercado internacional del crudo no nos sacará del hoyo.

Anunciar planes para fortalecer la producción nacional y hacernos menos dependientes del petróleo no es algo que haya descubierto la presidencia de Nicolás Maduro. Durante el primer mes de mandato de Jaime Lusinchi (1984-1989) justamente se comenzó con el anuncio de un conjunto de medidas económicas y la propuesta política de un pacto social para Venezuela.

Hay que recordar que Lusinchi inició su gobierno apenas un año después de lo que se bautizó como viernes negro (18 de febrero de 1983), cuando se puso fin a casi una década de bonanza petrolera y se devaluó la moneda, en el marco de una caída significativa de los precios internacionales del petróleo.

El sueño de que vivíamos en un país rico, con una bonanza que no parecía detenerse, comenzó en 1974 con la “Gran Venezuela” del primer mandato de Carlos Andrés Pérez. El boom de los 70 en el mercado petrolero marcó significativamente la vida nacional. Incluso para algunos pensadores y políticos, como Ramón J. Velásquez, aquel momento fue –en verdad- el punto de quiebre en la vida nacional, del cual no nos recuperamos en las siguientes décadas.

El chavismo, con un petróleo por encima de los 100 dólares el barril, también tuvo su época de bonanza y tal vez en 2006, cuando Chávez fue reelecto en medio de una oleada de altos precios del crudo, también se vivía con la sensación de estar en un país en el que todo era posible. En esos períodos se vive una suerte de borrachera, no sólo entre líderes políticos, en los que resulta imposible discutir sobre la necesidad de producir otras cosas que no sean petróleo.

Volvamos a 1984 con Lusinchi. La era de precios bajos del crudo en el mercado internacional llevó a medidas en dos direcciones: por un lado, la devaluación monetaria (rentabilizar los pocos dólares para mantener un gasto público cuyo recorte tendría consecuencias políticas) y, por el otro, incentivar una política y especialmente una práctica industrial de producción nacional.

Debe decirse, que entre muchos intelectuales y analistas la caída en los precios del petróleo era vista no como un problema, sino como una excelente oportunidad para que el país se abocase a la producción nacional de sus alimentos y otros bienes de consumo masivo. Sin embargo, debe recalcarse que aquello ocurría mientras el petróleo estaba en sus horas bajas.

La palabra clave entonces era la industrialización. Debe decirse, a la luz de los años de distancia, que se habló mucho y se hizo poco, en realidad. Los decisores políticos mantuvieron un discurso a favor de la industrialización sólo en momentos de bajas en la cotización del petróleo, pero que rápidamente era abandonado, apenas se evidenciaban repuntes en ese ciclo de alzas y bajas que ha caracterizado al petróleo durante las últimas cinco décadas.

Miguel Ignacio Purroy, entonces articulista y profesor universitario, alertaba en 1984 al gobierno de Lusinchi.  Las medidas económicas no podían limitarse a lo cambiario y que en verdad el foco debía estar en la producción nacional: “la urgencia (de tomar medidas) reside en el germen inflacionario de toda devaluación. Devaluar es bueno, siempre y cuando conduzca a una expansión de la producción. Si esta expansión no se produce, la devaluación genera única y exclusivamente inflación, y de las más perversas”.

Tres décadas después, cuando avanzaba el siglo XXI, los llamados de alerta seguían siendo los mismos desde el sector pensante en materia económica. En 2017, el profesor titular de la Universidad de los Andes y consultor del Banco Mundial, Alejandro Gutiérrez, cuestionaba que durante el gobierno de Nicolás Maduro la política económica se redujo a una fijación de un precio del dólar (ficticia por lo demás) y no se encaró el problema medular del país: la falta de producción. Venezuela sigue siendo incapaz de garantizar su autoabastecimiento alimentario.

En 1984, en tanto, Purroy sostenía que en Venezuela resultaba prioridad absoluta avanzar en una política de sustitución de importaciones, para ello veía como necesario “una política industrial que contemple fundamentalmente los problemas tecnológicos de fases avanzadas de sustitución, problemas de integración inter-industrial, capacitación de recursos humanos, etc.”.

En tanto, en 2017, Gutiérrez, cuestionaba de la Revolución Bolivariana su “pretender aspiración a “resolver todo con importaciones”. El país parece un círculo que gira sobre sus problemas para volver siempre a los mismos diagnósticos.

En su análisis, Purroy ya dejaba en claro que los empresarios privados tenían que cumplir un rol clave en esa anhelada reactivación económica en la mitad de los 80. El gobierno de Lusinchi había hecho una apuesta: “el sector empresarial ha obtenido los mejores beneficios de este primer paquete de medidas”.

En aquel 1984, asimismo, era motivo de discusión la propuesta del pacto social que había presentado Lusinchi, junto a Acción Democrática, como su principal eje político de gobierno.  Un sector de la iglesia católica, en el que se inscribía la revista SIC del Centro Gumilla, sostenía que el sector empresarial había resultado ser, sin duda ninguna, “el interlocutor privilegiado del pacto”, y a la hora de tomar las medidas económicas “el sector empresarial ha conseguido ser escuchado en la fijación de las reglas del juego”.

El pueblo, según esta visión crítica, era un convidado de piedra. La falta de canales de participación popular en la discusión nacional y la cooptación partidista de entes como la Confederación de Trabajadores de Venezuela (CTV), como veríamos años más tarde, terminarían siendo elementos que alimentaron la necesidad de un cambio de envergadura en el sistema político, el cual llegó finalmente en 1999 con Hugo Chávez.

En 1985, tal como lo señalaba en aquel momento Arístides Torres, el sistema democrático venezolano se había consolidado como un modelo bipartidista, con una alternancia de los dos principales partidos en el poder: Acción Democrática y Copei. Pero la polarización, que reflejaba una adhesión mayoritaria de votos hacia estos dos partidos, no era sinónimo de valoración positiva. Los estudios de opinión revelaban un temprano malestar social.

Se comenzaban a manifestar, según Torres, “crecientes alusiones de insatisfacción generalizada por parte del electorado, de corrupción, de ineficiencia burocrática y de cuestionamientos de la conducción y manejo partidista”. Había, en realidad, un clima favorable entre grupos académicos, generadores de opinión pública y un incipiente movimiento ciudadano, para que se discutiera y aprobara un cambio en el sistema político y electoral, básicamente se planteaba que los “elegidos respondieran a los intereses del pueblo y no a los intereses de sus partidos”.

Fuentes:

Purroy, Miguel Ignacio (1984) “Más gobierno, menos pacto”. En: SIC. Vol. 47. N° 464. pp. 163-164. Caracas: Fundación Centro Gumilla.

Salmerón, Víctor (2017) Entrevista a Alejandro Gutiérrez: “Creían que todo lo podían resolver con importaciones”. En: Prodavinci, texto en línea: https://prodavinci.com/especiales/el-hambre-y-los-dias/entrevista-gutierrez.html

Torres, Arístides (1985) “Fe y desencanto democrático en Venezuela”. En: Nueva Sociedad. N° 77. pp. 52-64. Caracas: Fundación Friedrich Ebert.

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