
Alonso Moleiro
Acusando recibo de las duras presiones internacionales en contra de su gobierno, Nicolás Maduro ha concluido que puede entregar algunas gobernaciones y continuar desprendiéndose de pasivos que le inculpen haciendo concesiones, si con ello queda exonerado de negociar su pellejo . Es en este encuadre que debemos interpretar las concesiones más recientes del Estado chavista frente a las demandas de la sociedad civil.
Una vez asegurada su presencia en Miraflores, y salvaguardada la mayoría legislativa que necesita su movimiento –gestadas ambos en procesos electorales forjados–, Maduro ha precisado que tiene espacio para recuperar posiciones que le permitan descomprimir el entorno crítico creado en su contra, y parece dispuesto a entregar algunas fichas a cambio de que lo dejen en paz.
En particular, las decisiones sobre el nuevo Consejo Nacional Electoral, si bien ofrecen niveles de oxígeno que permitirían al liderazgo democrático convocar a la ciudadanía a participar, afincándose en la mayoría social que tiene, se va a topar con nuevas dificultades y retos organizativos en un contexto que, con toda seguridad, va a dividir de nuevo a la población.
La clase política chavista sabe que el diagrama que se debate en unas elecciones regionales tiene escenarios controlados, y además parece persuadida de que, pese a la erosión popular, este es un movimiento entronizado en el Estado nacional, capaz de presentar combate en una consulta frente a una población descontenta, pero desamparada. Sobre todo si la campaña electoral es corta y no son muchos los argumentos que se van a poder descargar.
Obtener algunas gobernaciones y alcaldías que sean reconocidas por el poder chavista será un placebo, que puede envanecer a ciertos liderazgos opositores y confundir a muchas personas que se entusiasmen por estar atrapadas en el remolino de la ingenuidad y la desesperación. Hará tomar vuelo a la deliberada conseja de los sectores del colaboracionismo, todavía empeñados en hablar de una inexistente “salida” electoral en la cual se abjure del derecho a reclamar escamoteos y a ejercer el poder cuando una victoria es legítima.
¿Puede haber alguna solución de continuidad entre una elección de gobernadores y un diseño movilizador nacional para 2023? ¿Es o no una opción el referéndum revocatorio?
El señuelo electoral que promueve Jorge Rodríguez deberá encontrar a las fuerzas democráticas con este y otros dilemas estratégicos despejados. Las elecciones de gobernadores y alcaldes son un teatro de operaciones para el ejercicio de la política, de eso no hay duda. El agotamiento de las estrategias preexistentes puede hacer converger a las facciones democráticas que han estado discrepando, y eso no es malo, es bueno. Se puede diseñar un diagrama que permita crear un vínculo entre un resultado electoral estimulante y un planteamiento político en torno a la restauración de la democracia.
Además, la Oposición debe estar lista para hacer suyas las contradicciones que la perversa estrategia institucional chavista del momento le imponga en cada circunstancia, y asumirlas como inevitables, propias de un país sin leyes, donde la casa siempre gana, con marcos políticos cambiantes e iniciativas de asedio que se alternan con llamados a dialogar.
Derrotar electoralmente al entronizado poder del chavismo, en un país en el cual está totalmente quebrantado el principio constitucional de la alternabilidad política, será, en principio, una tarea más compleja de lo que parece
Atrapados en la cárcel del modelo de dominación revolucionaria, los venezolanos tenemos 20 años imbuidos en una dinámica pendular para intentar zafarnos de su influjo. El fracaso de cada estrategia electoral activa un remolino insurreccional frente al cual se impone luego un discurso revisionista que nos invita de nuevo a votar. Así ha sucedido en 2002, 2004, 2006, 2012, 2014, 2017 y 2019. No se miente cuando se afirma que todo se ha intentado en Venezuela.
Las elecciones de gobernadores y alcaldes se pueden presentar con algunos atractivos que estimulen a votar a algunos, y acaso segregar algunos lauros impensados para ocupar espacios dentro de la precaria arquitectura de gobierno de este país. Nada más.
Solo un pacto de mínimos entre Leopoldo López y Henrique Capriles, una lealtad elemental entre ambos, una tregua sustentable basada en la madurez personal, independientemente de las diferencias, que permita atenuar la guerra que mantienen por el control de la hegemonía en las corrientes opositoras, con los partidos democráticos al respaldo, nos permitiría encarar el mediano plazo con alguna posibilidad de concatenar una estrategia convocante, flexible en lo fundamental, que pueda producir un impacto político nacional en este agónico contexto.
Si cada facción sigue empujando por su cuenta, y contra la otra, la democracia seguirá fracasando ininterrumpidamente.
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