
Alonso Moleiro
En las redes sociales y en la cotidianidad, “resentido” es un adjetivo que se usa con cierta frecuencia cuando, desde las filas de la oposición al chavismo, se quiere calibrar algún punto álgido en la discursiva y los razonamientos en la acera revolucionaria.
Al triturar la institución del pacto democrático y hacer de la conflictividad política un tema de Estado, el chavismo le ha colocado vigencia a la revancha como comportamiento social. Desde su llegada al poder, como nunca antes, Hugo Chávez acabó con la atmósfera del “acuerdo burgués” y le colocó un marco de legitimidad al resentimiento como bandera.
Un “resentido” es, pues, este sujeto que destila hiel y odia a la gente con dinero, atormentado con ciertos complejos personales, que acepta como válida la transgresión y la hostilidad, que tiene un discurso donde abundan los adjetivos descolocados y que no es capaz de ubicar moralmente al prójimo.
Aunque en muchísimas ocasiones, en la política y en la vida diaria, está completamente justificado, el resentimiento carga consigo, ciertamente, una dimensión miserable: es una actitud irracional y oscura que siempre pide ser alimentada, que nunca tiene suficiente, divorciada del sufrimiento humano, extraviada en su propia ira y alejada de las soluciones. Un instinto destinado a honrarse a sí mismo en detrimento de los demás. Un trastorno inconducente destinado a desplegarse para producir males mucho mayores que los que ya existían.
Pero si aceptamos que uno de los carburantes naturales del ejercicio político son las emociones y la pasión, y que una de las palabras que más se emplea en la discursiva cotidiana de la política es “la justicia”, tendríamos que aceptar como inevitable que el resentimiento, con toda su carga amarga, encuentra en ella uno de sus puntos constitutivos.
Es una dolencia que viene enfundada en el empaque de la historia del hombre. Sobre la revancha como causa justificada se ha escrito también en la literatura clásica en innumerables ocasiones.
No sólo ocurre que, claramente, el mundo es mucho más pobre que rico, es decir, es asimétrico: toda la historia de la civilización ha estado edificada sobre la subordinación, las jerarquías, la esclavitud, la conquista y la servidumbre. Los cimientos de todas las grandes civilizaciones e imperios del pasado están edificados sobre sangre, sudor y lágrimas de esclavos y vencidos.
Algunas heridas de la historia no han sanado. Es recién ahora, del siglo XIX al siglo XX, que los sistemas de organización social se toman en serio los temas consultivos y su dimensión soberana, y amainan en alguna medida los delirios racistas, y la inclusión social es un norte sobre el cual se debate, y los derechos laborales tienen vigor, y se calibra el impacto de la actividad humana en el ambiente. Desde hace muy poco tiempo los excluidos son sujetos de la política y queda mucho por andar.
El resentimiento es una mancha del espíritu que no reside exclusivamente en la izquierda (aunque ahí nació y en ella abunda). Se anida ante traumas nacionales, guerras civiles, masacres, tragedias colectivas promovidas por la ceguera fanática.
En este momento, por ejemplo, parte importante de la sociedad democrática, de la nación que ha adversado al chavismo, una clara mayoría nacional, tiene que cargar con dosis variables de resentimiento y odio que debe administrar, procesar y metabolizar frente a las formas de dominación impuestas por la dictadura bolivariana y la gravísima tragedia histórica en la cual han metido a la nación.
El resentimiento es un comportamiento explicable, que merece ser escuchado, pero que siempre será necesario trabajar para conjurar. Pierde fuerza bajo el paraguas conceptual de la comprensión y la convivencia. Es un peligroso pasivo de la política, una enfermedad del espíritu, muy vivo como dolencia en el rostro de la actual dirigencia revolucionaria, el fermento de la violencia destructora sin control, las distopías y la sed de venganza.
El resentimiento pierde oxígeno en la medida que es atendido, cuando se consolida la conquista progresiva de horizontes en el contexto de la tolerancia y las libertades públicas. Cuando se galvanizan los acuerdos para expandir derechos sin destruir para ellos los logros universales que son conquista de la humanidad, y que ha costado mucho edificar.
Cuando se despliegan las posibilidades de los programas reformistas. Una práctica cotidiana para fomentar la inclusión, la igualdad de derechos, el acceso a los recursos, la empatía ante la diferencia, la participación, la reparación, la solidaridad frente al desvalido.
Frente a los delirios del extremismo negacionista, el único campo de la política que debe trabajar la humanidad para aplacar el resentimiento consiste en el fomento a la agenda reformista del pacto democrático. Tanto mercado como sea posible, tanto Estado como fuera necesario.
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