
José Guédez Yépez
Presidente de la Asociación Causa Democrática Iberoamericana
La democracia es la renuncia a la perfección, bajo el entendido de que la idea de perfección de unos difiere y contradice la de otros, y que es preferible un consenso para que ninguna parte imponga su visión de forma permanente sobre el resto. Esa imperfección pactada deja a todos insatisfechos, pero a su vez protege a todos del sometimiento. Se descarta el mejor escenario deseable para unos, con el fin de descartar también el peor escenario posible para otros. Es como un purgatorio común donde las almas prefieren quedarse de forma permanente antes de correr el riesgo de terminar en el infierno, aunque eso suponga renunciar al paraíso. En teoría de juegos podemos decir que como ninguno sabe si le tocará el paraíso o el infierno, todos prefieren mantener el statu quo intermedio. Ese escenario intermedio es la democracia, que como afirmaba Russell es imperfecta, pero, a su vez, es la única forma conocida de domar el poder y evitar males mayores.
Al ser la democracia un invento humano para la convivencia pacífica, a través de la limitación del poder y la consagración de derechos fundamentales individuales para todos por igual, requiere para su funcionamiento un consenso social. Y es precisamente este consenso social sobre la democracia como el mejor sistema posible el que se está perdiendo. Por tal razón no sorprende que en todo Occidente la democracia viva una regresión preocupante. Analicemos algunas causas.
Más allá de lo evidente, hay dos síntomas que atentan contra la idea de la democracia. El primero es justamente la pérdida de ese concepto del purgatorio pactado, que hace que extremos ideológicos prometan nuevamente el paraíso, condenando al infierno a sus adversarios. Esta radicalización cultural está perjudicando dinámicas políticas tan normales y necesarias en democracia como lo son la alternancia en el poder, los pactos de Estado y los consensos parlamentarios, aumentando por doquier el pensamiento antisistema. La democracia comienza a importar mucho menos que agendas particulares como el cambio climático, el aborto, el nacionalismo, las vacunas, la identidad, o cualquier posición que se tenga sobre temas que deben ser resueltos de forma legislativa en el marco del pluralismo político. El paraíso es esa agenda particular que se quiere llevar a un extremo bajo el formato de pensamiento único, por lo que cualquier variación o alternativa será calificada de lo contrario, el infierno. Una sociedad dividida culturalmente entre buenos y malos, entre almas que merecen la salvación y otras que merecen ser condenadas, difícilmente se conformará con ese purgatorio que es la democracia, en el que no hay utopía, perfección ni juicio final, sino pecados veniales que pueden ser expiados.
El otro síntoma preocupante es la ausencia del tema económico en el debate político y social, más allá de los estériles dogmatismos sobre los impuestos. Antes el paraíso y el infierno estaban relacionados con lo económico, pero ahora las agendas como la identitaria sustituyeron de plano ese debate, a pesar de que desde 2008 para acá la economía ha fallado y sigue fallando, generando crisis masivas como la que se nos avecina actualmente. Esta desconexión política con el tema que realmente preocupa a la gente, genera una desafección sobre el sistema y la democracia misma, ya que no es capaz de resolver los problemas reales. La demanda y expectativa natural de vivir mejor, que otrora encarnó el capitalismo, hoy está huérfana en el debate político, y los gobiernos lucen cada vez más impotentes en una economía globalizada. Si la democracia no resuelve mi problema básico, entonces soy más propenso a suscribir tesis radicales o teorías conspirativas que al menos me prometan una solución utópica. Si yo no le importo al sistema, entonces el sistema no me importa a mí, y estoy dispuesto a correr el riesgo de sustituirlo por algo diferente. Antes la democracia y el capitalismo estaban atados como dos caras de la misma moneda, y se entendía que una no podía existir sin la otra. Ahora no se sabe, ni a la economía parece importarle la democracia, ni a la democracia parece importarle la economía. De ahí que China, por ejemplo, intente imponer mundialmente su paradigma de autoritarismo eficiente con total descaro e impunidad. ¿La libertad y la legalidad son indispensables para el crecimiento económico y el bienestar social? La respuesta sigue siendo la misma, “sí”, el problema es que ya nadie se hace la pregunta.
Quizás los dos temas tratados se retroalimenten, ya que si el poder no puede resolver los problemas reales de la gente, es normal que se escude en narrativas populistas para al menos fabricar un culpable que lo exima de responsabilidad. El caso es que si queremos que las democracias liberales sobrevivan este siglo en Occidente, debemos por lo menos renunciar a paraísos terrenales para volver a conformarnos con el purgatorio pactado, y atender los problemas económicos concretos sin dogmatismo y con responsabilidad.
Categorías:Destacado, Opinión y análisis