
Tomás Straka
De las muchas cosas que hace pensar el documental CAP inédito, de Carlos Oteyza (Venezuela, Siboney Films, 2022, 74 min), hay dos que remiten a clásicos latinoamericanos que ya antes han trajinado su problema central: la novela de Gabriel García Márquez sobre los últimos días de Bolívar, cuyo título se glosa en el de esta nota (y ojalá esto no sea interpretado como una equiparación automática entre Simón Bolívar y Carlos Andrés Pérez), y el famoso cuento de Augusto Monterroso de “La oveja negra”. Son clásicos, porque logran diseccionar y representar un problema permanente en la condición humana: el del infortunio de perder el poder.
Pero hay una diferencia fundamental –o una más importante de todas las diferencias fundamentales- entre el film y los textos de García Márquez y Monterroso: mientras con el primero sólo podemos imaginar a Bolívar en su último viaje y con el segundo nos sorprendemos por su capacidad para apretar el universo en un microrrelato, pero otra vez es un acto de imaginación, en el documental podemos ver y oír directamente al presidente caído, pero no resignado, que en cosa de meses pasa de su última victoria política a ser abucheado y escarnecido por quienes hasta ayer lo adoraban. Naturalmente, como con todo documento ya procesado por el historiador, no es un testimonio en bruto, sino uno que ya pasó por los tamices de lo que los periodistas que lo grabaron consideraron que valía la pena grabar, y lo que después el director/historiador escogió de todo aquello. Es decir, sigue habiendo mucho de cómo se imaginaron las cosas quienes en 1998 presenciaban algo cuya última importancia no les era posible atisbar; como de la imaginación –imaginación histórica se le llama- de quien hace la operación mental de reconstruir cómo pudieron haber sido las cosas.
Vemos así a un Pérez en su cumpleaños, que otrora solía ser una celebración multitudinaria, con el fondo de un patio casi vacío; vemos las sillas apiladas, que no tuvieron necesidad de usarse; vemos -¡cosa insólita!- a los mesoneros con montones de tequeños enfriándose; y vemos, acá y allá, un pequeño gesto de consternación, y sólo podemos imaginarnos cómo se podría sentir, lo que aquel gesto revelaba. Quien escribe acaba de compartir en un cine foro con Oteyza, y preguntándole un poco al respecto, el realizador señaló que fueron 16 horas de filmación, dentro de las que tuvo que extractar los 74 minutos del documental. Lo que vemos es, entonces, el resultado de al menos dos escogencias: la de quienes grabaron a Pérez hace veinticinco años, y de quien hoy toma partes de aquello y lo hilvana dentro de una narrativa. Pero, y esto es clave, lo vemos. A él y a nosotros mismos como sociedad, lo que también es de lo que más conmueve del film. Volveremos sobre el punto más abajo.
Alguien en el público le preguntó a Oteyza por qué decidió seguir los días y las horas de un hombre en su derrumbe, en vez de centrarse en la figura en ascenso –entonces fulgurante- de Hugo Chávez. La escogencia de un tema siempre es ya una tesis para el historiador, y en mayor o menor medida lo es también para el artista y el escritor, de modo que la pregunta es muy aguda. Pero Oteyza, como también suele ocurrir, en realidad no lo sabe. Por supuesto, una tesis debió estar prefigurándose ya, pero eso no siempre está del todo consiente. Parece que se trató del caso de uno de esos historiadores con lo que antes llamaban olfato histórico, algo así como un ojo clínico para intuir el valor de un testimonio. El hecho es que lleva años tratando de registrar tanto como puede lo que ocurre a su alrededor. Además, no es un historiador cualquiera: es dueño de la legendaria Bolívar Films, y por eso sabe por los centenares de rollos de película que almacena, el valor que noticiarios o cuñas que en su momento no se pensaron para más allá de las siguientes semanas, puede llegar a tener como testimonio décadas después. Su gran obra de documentalista se ha afincado en gran medida sobre aquellos rollos.
De ese modo el documental nos muestra, antes que nada, al presidente en su laberinto, resistiéndose a salir de la escena política en la que no sólo ha estado toda su vida, sino en la que alcanzó un rol de enorme protagonismo a nivel regional. Por un momento las cosas parecen ser prometedoras: después de cinco años defenestrado del poder, enjuiciado y encarcelado (al final, casa por cárcel), se postula a senador en las elecciones de 1998, logrando, a la sombra del triunfo de Hugo Chávez, una victoria notable: la curul y, con ella, la inmunidad parlamentaria que lo devuelve a la libertad y a las esperanzas de regresar al poder. Pero lo que ocurre en los siguientes meses es un vendaval que lo arrastra junto al resto del sistema político del que fue líder clave. Cuando se postula a la Asamblea Constituyente del año siguiente, no sólo no lo consigue, sino que debe enfrentarse a las pitas de quienes hacían fila en su centro de votación (y no en una barriada popular, sino en una de clase alta, Prados del Este, en Caracas, demostrándonos hoy cuán extendida estaba la aversión a la democracia de Puntofijo entonces). En su Táchira natal, justo esa Táchira que lo tenía por héroe y que con sus votos lo llevó al senado y a la libertad, lo bañan en cerveza cuando quiere saludar a unos jóvenes. Eran los días en los que el discurso de Chávez había terminado de calar incluso entre quienes acababan de votar por él, con una especie de ráfaga de esperanza y venganza rencorosa a la vez. Pérez estaba ya en un laberinto del que no pudo salir. Apenas pudo seguir adelante en su viaje hacia el final de la vida política y, en relativamente poco tiempo, de la biológica también.
Y es acá cuando vamos del laberinto a la oveja negra. ¿A qué pitaban realmente los electores de Prados del Este? ¿Por qué, al menos por un tiempo, los tachirenses le dieron la espalda a uno de sus paisanos más amados? ¿Por qué hicieron lo mismo todos los venezolanos, que también llegaron a amar a CAP casi tanto como sus coterráneos? Fue algo que se preguntó y discutió bastante en el cineforo. Excede los límites de esta nota detenernos en un tema del que queda demasiado por decir, pero si algo impresiona del documental son sus vaticinios sobre el chavismo y el rumbo que estaba tomando Venezuela. A dos décadas, después de haber vivido el colapso, la hiperinflación, el hambre, la crisis migratoria con sus familias hechas jirones, las tensiones políticas, el cierre de empresas, el récord del 90% de pobres, sus palabras tienen la reivindicación de quien vio antes y mejor. Pero en 1999, cuando la solución a todos los males parecía fácil y cercana, las cosas eran distintas. Como venido del cielo había una especie de mesías con la Espada de Fuego de Yahvé, y como en la profecía de Ezequiel, habría de acabar con los injustos, que en la Venezuela de 1998 eran los políticos y los corruptos. Con eso, soñamos, volveríamos a la era de bonanza anterior. Al cabo de eso se trata con los mesías: de volver a alguna forma de Edad de Oro. Y así, en medio de la esperanza por el mesías, a nadie le gusta un aguafiestas diciendo que se trataba de un falso mesías. Pérez, él mismo una suerte de mesías en sus buenos tiempos, llevaba una década como aguafiestas. Desde que ganó las elecciones en 1988, gracias a un electorado que esperó de él esencialmente lo mismo que buscó en Chávez, y en vez de prometer el retorno mágico a la Gran Venezuela, dijo que había que ahorrar y trabajar.
Naturalmente, esto tiene que verse con muchas otras cosas y un montón de matizaciones: en la campaña no reveló que era imposible volver a la década de 1970, los políticos también habían hecho méritos para su desprestigio (aunque la sociedad, que los acompañó en la fiesta y aplaudió mientras tuvieron dinero para repartir, los usó un poco como chivos expiatorios, con una autocondescendencia enorme), y el hecho era que los venezolanos vivían cada vez peor desde los últimos diez o quince años, sin en realidad saber por qué (y esa ignorancia, muy grande hasta hoy, es en gran medida resultado de quienes venían administrando al país). Además, hay que admitir que era difícil imaginar que las cosas irían tan mal cómo las previó Pérez, y sobre todo que justo él, quien representaba lo que la abrumadora mayoría de los venezolanos (he ahí los vecinos de Prados del Este) quería dejar atrás, que era algo así como la encarnación de cuanto estaba mal, podría estar haciendo algo distinto a generar pánico y desacreditar a quien lo estaba derrotando.
Hoy, que Pérez vuelve a convocar multitudes –el cineforo fue tan concurrido que parte del público quedó de pie- y la historia lo ha estado reivindicando, hace parecer obvio que siempre tuvo razón, cosa que en muchos casos lleva a extremos de idealización, que fue víctima de algún tipo de maldición de Casandra. Pero eso ni por asomo parecía así en 1998, cuando con gran sagacidad Oteyza decidió acompañarlo, con una cámara en la mano, en su laberinto. Como en el microcuento de Monterroso, toda la vindicación (a veces glorificación) de Pérez a propósito de su centenario, es la de la oveja negra, a la que la sociedad mata cada cierto tiempo, para que la siguiente generación le levante una estatua (en tanto fusila a su propia oveja negra: ¿cuál será la actual?).
Terminado el cineforo se le tributó a Oteyza un gran aplauso. Se lo merece, sin duda, como merece ser visto el documental. Es un espejo de lo que somos y hemos sido, y al que es necesario enfrentar.
[1] Notas a propósito de un cineforo en el Centro de Estudios Políticos y de Gobierno de la UCAB, Caracas, 9 de marzo de 2023.
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