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Y si ganamos ¿qué viene después?

Benigno Alarcón Deza

Dando continuidad al último artículo, hace quince días, en el que compartía con nuestros lectores mi posición sobre lo que considero un posible escenario de transición política que podría iniciarse a partir del resultado de la elección del próximo 28 de julio, toca hoy, como había prometido, compartir mi posición sobre lo que debería ocurrir después si este anhelado escenario logra materializarse.

Pero antes de abordar este asunto, creo que hay que decir, quince días después de mi último artículo, que parte de lo que describíamos como metas necesarias para avanzar hacia un cambio político,  han comenzado a materializarse. Hoy, el gobierno y los actores políticos y sociales cooptados por el régimen han sufrido una nueva derrota, posiblemente la más importante después de la Primaria, con la adopción por unanimidad entre los partidos de la Unidad, junto a María Corina Machado, líder actual de la oposición gracias al resultado de la Primaria, de una candidatura unitaria, representada en la persona del embajador Edmundo González Urrutia, cuyo nombre aparecerá en las tarjetas de la Unidad, Un Nuevo Tiempo y Movimiento por Venezuela, pese a todos los obstáculos iniciales que el gobierno colocó para evitar que las fuerzas democráticas tuvieran un candidato común.  Gracias al consenso alcanzado en torno a González Urrutia,  la mayoría democrática ya sabe por quién votar para derrotar a Nicolas Maduro.

¿Garantiza la inscripción de Edmundo González Urrutia la derrota electoral del gobierno? No, pero es, sin lugar a dudas, un importante avance en la dirección correcta. Y en sentido contrario, persisten los rumores, fundados o no, sobre la posible eliminación de la tarjeta de la Unidad Democrática o sobre la inhabilitación de la candidatura unitaria, sobre lo cual no existen garantías ante la ausencia de árbitros institucionales independientes y de Estado de derecho, pero asimismo debe considerase que si el gobierno no lo ha hecho aún, es porque tal jugada borraría todo vestigio de legitimidad en un proceso electoral mediante el cual Maduro necesita, desesperadamente, legitimar su continuidad en el poder y ser reconocido como presidente electo, tanto dentro como fuera del país.

El problema es que ante el dilema del gobierno entre legitimidad y poder, resulta obvio que se inclinaría por mantener el poder, pero tal decisión implicaría que el gobierno está seguro de que puede sostenerse en el poder sin legitimidad y por la fuerza, lo cual acarrearía consecuencias y amenazas, tanto externas como internas, que no siempre los gobiernos pueden controlar (Pérez Jimenez 1958, Fujimori 2000, Evo Morales 2019). Es por ello que a la pregunta que muchas veces me hacen sobre si para el gobierno hay un peor escenario que perder el poder en una elección, mi respuesta es que siempre puede haber un peor escenario, como perder el poder por la fuerza.

Es por ello que ante la incertidumbre, muchos gobiernos han decidido negociar su propia transición (Pinochet tras el plebiscito de 1988, D’Clerck ante la amenaza de una escalada de la conflictividad étnica en Sudáfrica en 1990, el franquismo tras la muerte de Franco en 1975, entre muchos otros). Y el único momento en que un gobierno puede negociar las garantías para su propia salida es mientras aún es gobierno, porque después de perder el poder, lo que necesariamente no ocurre con la transmisión formal del mando, la capacidad para negociar se verá seriamente mermada.

Abonando en esta misma dirección, hemos visto al gobierno volver a fracasar en su intento por movilizar a sus electores el pasado fin de semana con ocasión de la Gran Consulta Popular Nacional, en la que la soledad de los centros habilitados para votar fue la noticia, lo que ha hecho evidente los serios problemas que el oficialismo tiene para movilizar a quienes algún día le acompañaron. Esto, sin lugar a duda, debe tener a más de uno preguntándose como podría Maduro ganar una elección así.

Como contraste a la desmovilización del oficialismo, que más que desmovilización pareciera ser la desaparición de una base de apoyo que, pese a que muchos años puso sus esperanzas en el proyecto chavista, hoy ha decidido cambiar, porque no hay nada que esperar, para poner sus esperanzas en una visión distinta de país, encarnada en un liderazgo diametralmente opuesto, en la figura de María Corina Machado quien, pese a no ser la candidata, sigue al frente del proceso con la misma determinación y una capacidad de convocatoria y movilización que hace evidente que estamos ante un fenómeno político que no veíamos desde Chávez en sus mejores momentos, y al que cada día se suman más personas que hasta hace poco, y aunque querían un cambio político, se encontraban en modo pasivo por falta de expectativas, e incluso quienes en algún momento apoyaron a otros liderazgos en oposición a ella.

Y es que en la Primaria la gente más que elegir a un candidato eligió a una líder. Incluso quienes compitieron en la elección, asumiendo una actitud responsable y profundamente democrática, comprendieron el mandato que los electores le dieron en la Primaria y, en consecuencia, volcaron su apoyo y toda su capacidad de trabajo para sacar adelante un cambio político, una transición democrática, que es el objetivo que nos une a todos. Asimismo, lejos de las afirmaciones que algunos maliciosamente hacen, el alcance de la legitimación de un liderazgo por la Primaria no se limita a las 2.700.000 personas que participaron en este proceso, sino que abarca a más de 70% de quienes se autodefinen como opositores según lo demuestran todos los estudios de opinión serios que se han hecho después del 22 de octubre.

Es así como, por estas y otras razones, comienza a conformarse un escenario que avanza hacia una transición política por la vía electoral, que es cada día más probable, no solo por la acción de los partidos y líderes políticos de oposición, sino también de otras fuerzas que, desde diferentes ámbitos y por sus propias razones, se alinean para intentar materializar un escenario en el que si el 28 de julio, de una forma o de otra, sabemos qué hacer y por quién votar, la estrategia del gobierno de dividir para vencer sería derrotada y la elección se polarizaría entre Maduro y quien mejor represente a las fuerzas democráticas. Un escenario en el que la derrota electoral del gobierno sería inevitable, nos coloca ante la pregunta con la que cerrábamos en nuestro anterior artículo: si se materializase este escenario, ¿qué vendría después?

Lo que vendría después es el inicio de un proceso de transición política cuya consolidación dependerá de la inteligencia con que se navegue un proceso que inicia la misma noche del 28 de julio, y que, si bien solo ha podido consolidarse en una democracia estable y duradera en la mitad de los casos, existe evidencia e información suficiente para comprender los factores de los que depende el éxito de un proceso de democratización.

El primer obstáculo a superar es lograr el reconocimiento oficial del resultado electoral la misma noche del 28 de julio lo que dependerá, primero, de ganar la elección, sobre lo cual, en lo personal, no tengo muchas dudas porque la gente irá a votar masivamente y concentrará mayoritariamente, y por mucho, sus apoyos en las tarjetas que respaldan la candidatura que María Corina Machado, como líder de este movimiento. Y sucederá independientemente de las virtudes, el discurso o la imagen de otros candidatos que harán su mejor esfuerzo, en muchos casos con el apoyo financiero y comunicacional del gobierno, para atraer y dividir a los votantes de la oposición, porque la gente está clara que para derrotar al gobierno no podemos dispersar el voto. En un escenario en el que el liderazgo de la oposición elegido en la Primaria no pueda participar, se convierte en el referente, en la brújula, que indica la dirección en dónde debemos encontrarnos para derrotar al régimen.  

Pero para ganar la elección no es suficiente para que se produzca el reconocimiento, sino que tenemos que tener las pruebas de que ganamos. Es por ello fundamental que haya testigos en cada mesa de votación, para lo cual se necesita la participación y el compromiso de todos para mantenerse en cada lugar de votación hasta el final del proceso, lo que implica que no basta con un testigo por mesa, sino que debemos estar preparados para que al menos cinco ciudadanos comprometidos con el cambio lleguen preparados y con los insumos y medios para permanecer todo el día en cada lugar en el que haya una mesa de votación y garantizar así que cada acta de votación sea protegida hasta que llegue al comando de campaña correspondiente a cada localidad, para a partir de allí estar atentos a las informaciones oficiales que se enviarán a través de canales confiables de comunicación, hasta que se anuncie el resultado, para prostestarlo o reconocerlo, consolidarlo o celebrarlo con la mayor movilización nacional que se haya visto y que llenará el corazón de cada ciudad y pueblo a lo ancho y largo del país.

Habiendo llegado hasta aquí, en las horas siguientes, si no se ha inciado ya en los días y horas previas a la elección, comenzará un proceso de negociación que los sectores democráticos y los mediadores internacionales hubiesen querido ver desde hace años. Un proceso de negociación de cuyo éxito no depende el reconocimiento de los resultados electorales, sino que es la consecuencia de tal reconocimiento, para definir una transferencia del poder que todos deseamos que se materialice en los mejores términos, sin sorpresas para nadie, y que sirva para construir una ruta con la mayor certidumbre posible sobre los pasos siguientes para la transferencia del gobierno a los ganadores de la elección, y sobre las garantías necesarias para los que salen.

Este es el momento en el que el liderazgo político de ambos lados, así como el de las instituciones existentes demostrarán su verdadero talante, y de ello dependerá la forma en que se inicie un proceso de transición que puede darse sin mayores traumas, si hay cooperación, lo que facilitaría las condiciones, la reconciliación y la convivencia democrática para todos, o en un ambiente de mayor tensión y conflictividad política y social, lo que hará el proceso más traumático y accidentado, pero cuyo desenlace dependerá, en buena medida, del nivel de presión interna y externa, que inevitablemente escalaría, haciendo mucho más difícil la cooperación y la reconciliación posterior.    

La forma en que se desenvuelva el proceso de transición, que no termina, sino que apenas comienza con la transferencia del Ejecutivo, determinará las relaciones entre el nuevo gobierno y quienes pasen a ser oposición, así como con el liderazgo de las distintas instancias de poder a las que le toca convivir con el nuevo gobierno, ahora bajo reglas democráticas, lo que implicará un proceso de reinstitucionalización y de observancia de unas reglas de derecho que, de manera legítima, deben aplicar a todos por igual.

Fukuyama destaca un factor tan intangible como central para la generación de un equilibrio capaz de sostener la responsabilidad democrática más allá de los mecanismos y procedimientos formales para su control, y por lo tanto para darle viabilidad política tanto a una democracia como a un proceso de democratización: LA CONFIANZA. Según señala Fukuyama, la confianza es esencial para hacer funcionar un sistema político democrático. Esta confianza se fundamenta en la expectativa ciudadana de que el gobierno actuará siempre orientado por el interés en lo que es mejor para los ciudadanos, lo cual se retroalimenta por la evidencia de una actuación que se apega a tales expectativas y en dar la mejor respuesta posible a las demandas prioritarias.

Durante más de diez años el equipo que conforma hoy el Centro de Estudios Políticos y de Gobierno de la Universidad Católica Andrés Bello, que he tenido el honor de fundar y dirigir desde entonces, ha venido trabajando desde diferentes ángulos, tanto teóricos como instrumentales, el tema de la gobernabilidad democrática. Durante este tiempo hemos aprendido y comprobado en campo que la gobernabilidad democrática, más que una cualidad del gobierno es una cualidad del sistema gobierno-ciudadanos que depende fundamentalmente de dos variables, la legitimidad y la capacidad para procesar las demandas. Sin confianza, la construcción de un equilibrio que permita la gobernabilidad democrática es imposible. Si tal equilibrio es clave para una democracia sólidamente establecida, lo es mucho más ante la fragilidad de un proceso de transición democrática que puede revertirse fácilmente si no existe o se pierde la confianza.

Es así como para un gobierno de transición en Venezuela, que heredará instituciones con una burocracia sobredimensionada por motivos clientelares, y que ha sido incapaz de dar respuesta a necesidades básicas como electricidad, agua, alimentos, educación y medicina, no podrá dar, de la noche a la mañana, respuesta a demandas básicas. Menos aún podrá responder a otras exigencias más complejas que emergerán con fuerza de una sociedad altamente movilizada en lo político, y que lo estará mucho más por las expectativas que se generarán tras haberse logrado un cambio de gobierno. Tales presiones sobre el sistema, que son imposibles de satisfacer en lo inmediato deben ser priorizadas, administradas y canalizadas adecuadamente para darle gobernabilidad al sistema o terminará produciéndose su irremediable desestabilización.

Tales asimetrías entre las capacidades del sistema y las presiones a las que se le somete explican en buena medida los fracasos y retrocesos en numerosos procesos de transición política, unos en el muy corto plazo, y otros en el mediano, en países que tras lograr un cambio de gobierno no fueron capaces de consolidar el necesario cambio de régimen para completar el proceso de transición (Nicaragua, Egipto y Túnez, entre muchos otros). Es en este sentido, como afirman Fukuyama y Huntington, el orden de los factores sí puede afectar el resultado final. No es lo mismo consolidar un proceso de transición en países altamente institucionalizados y hacerlo en estados con instituciones débiles o sin un Estado de derecho establecido y aceptado por la mayoría.

Como consecuencia, no es lo mismo un programa de gobierno para una democracia plena y sólidamente establecida y uno para un proceso de transición democrática, y mucho menos si tal transición demanda, además de la consecuente democratización del sistema, capacidades institucionales de su aparato estatal y la legitimidad de unas reglas de juego que constituyan el nuevo marco constitucional y jurídico de un Estado de derecho que necesitará del consenso de la mayoría. Un régimen transitorio no cuenta, en buena parte de los casos, con las reglas y capacidades para procesar las demandas del sistema, por lo que debe centrar una parte importante de sus esfuerzos en fortalecer su legitimidad a través de la construcción de confianza, así como de aquellos componentes y capacidades que darán piso a la consolidación de un nuevo régimen democrático.

Un programa de gobierno para una transición debe fundamentarse, necesariamente, en un balance adecuado entre lo técnico y lo político para ser capaz de generar confianza y hacerlo sostenible, gracias a ser capaz de dar respuestas oportunas, efectivas y eficientes a las demandas inteligentemente priorizadas del sistema, con lo cual se retroalimenta la confianza y con ello la legitimidad y sustentabilidad del proceso. Para ello creemos que existen tres pilares sobre los cuales debe sostenerse el proceso de transición, y que deben levantarse progresivamente y de manera balanceada. Un programa de gobierno para un proceso de transición debe centrar sus esfuerzos en el fortalecimiento de la capacidad estatal, la construcción de consenso en relación a las reglas que definen el nuevo Estado de derecho, y el fortalecimiento de las instituciones y prácticas democráticas.

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