El gobierno implementado por Hugo Chávez Frías mantuvo, durante 14 años de ejercicio ininterrumpido en el poder, niveles muy altos de popularidad −si lo comparamos con los demás gobiernos de la democracia− que le permitieron imponerse a través de cinco procesos electorales presidenciales, tres regionales, tres municipales y tres referendos, haciendo de éste el régimen más longevo entre todos los gobiernos elegidos en Venezuela. Cabe entonces preguntarse si es éste un fenómeno inédito o si por el contrario obedece a un patrón común en este tipo de regímenes.
En primer lugar hay que destacar que la alternabilidad es un fenómeno propio de las democracias que se explica por sus características propias. En este sentido, como afirma Bruce Bueno de Mezquita, entre un gobernante autoritario y uno democrático, es más probable que el democrático pierda el poder justamente por el hecho de que este último respetará las reglas del juego, el balance de poder, la existencia y fortalecimiento de una oposición que compite por el poder en condiciones de igualdad y que ejerce el disenso y participa en elecciones competitivas, libres y transparentes que se desarrollaran, sin que el gobierno tome ventaja del hecho de contar con los recursos que le otorga el poder del Estado.
Aunque la alternancia es propia de los regímenes democráticos, aún en estos puede verse comprometida en forma proporcional a la debilidad de sus instituciones. Es así como en una democracia electoral (período venezolano que va desde 1958 a 1998), la alternancia puede verse comprometida en aquellos cargos en donde la re-elección es posible, tal como fue el caso de diputados, senadores, gobernadores y alcaldes, para quienes el uso de las ventajas otorgadas por el poder no fue ajeno a las prácticas electorales para mantenerse en él.
A todo evento, si bien es cierto que la inclinación humana de alcanzar y mantener el poder no es exclusiva de los hombres que viven en un determinado tipo de régimen, en las democracias, sean más o menos perfectas, la alternancia se da entre partidos y actores que tienden a respetar las reglas del juego competitivo-electoral y que están dispuestos a permitir la transferencia del poder. Mientras tanto, en los autoritarismos competitivos el juego electoral se transforma a los fines de mantener el efecto legitimador propio de los procesos electorales, mientras se reduce de manera dramática la incertidumbre sobre los resultados y sobre la posibilidad de que se produzca un cambio en el balance de poder que se traduzca en su pérdida.
Esta afirmación pareciera encontrar una buena base de sustentación en el estudio realizado por Rossler y Howard , quienes entre 1995 y 2006 analizaron 630 países-año a los fines de determinar qué sucedía con cada tipo de gobierno después de un proceso electoral. Las conclusiones se presentan en el siguiente gráfico.
Fuente: Tomado de Democratization by Elections (Lindberg, 2009)
Estos resultados destacan, en primer término, que los regímenes más estables son las democracias liberales, ya que 99% de ellas se mantuvieron como tales al año siguiente de una elección, mientras que las democracias electorales −aquellas que celebran elecciones abiertas y competitivas pero no gozan de todas las condiciones de una democracia plena, sea por problemas en la separación e independencia de sus poderes públicos o por otros aspectos ligados a su funcionamiento− son algo menos estables en el sentido de que si bien el 97% de ellas continuaron siendo democracias electorales, e incluso algunas de ellas mejoraron, un 2.2% (lo que incluye el caso de Venezuela después de la elección de 1998) se degradaron en gobiernos autoritarios.
Asimismo, puede verse, siguiendo el orden de los tipos de gobierno ilustrados de derecha a izquierda, que los autoritarismos competitivos o regímenes híbridos, como también se les conoce, mostraron un comportamiento mucho menos estable: solo 46% logró mantenerse como tal, mientras que la otra mitad se movió hacia otras formas de gobierno tras un proceso electoral. Esta inestabilidad es una buena noticia porque en muchos casos estos regímenes se vieron forzados a permitir mejores condiciones de competitividad electoral, perdieron elecciones y evolucionaron hacia democracias electorales (aproximadamente 32%) aunque, como contrapartida, 19% involucionó hacia autoritarismos hegemónicos y el restante 3% hacia autoritarismos cerrados frente a la posibilidad de perder el poder.
Asimismo, puede distinguirse claramente en el gráfico anterior, que los autoritarismos hegemónicos terminaron siendo, en este estudio, regímenes mucho más estables que los híbridos o competitivos, manteniéndose 72% de ellos inalterables después de una elección, mientras que del restante 28%, el 22,2% migran hacia autoritarismos competitivos y el 5.8% hacia democracias electorales.
La migración y estabilidad entre los diferentes tipos de régimen pueden explicarse por la dinámica propia del poder en cada tipo de gobierno. Cuando un país alcanza la democracia plena o liberal, como también se le conoce –lo cual significa una democracia que funciona en todos los sentidos, con separación y balance entre poderes, ejercicio pleno de las libertades políticas y ciudadanas, pluralidad y ausencia de espacios de poder reservados a grupo alguno, como es el caso de países como Normandía, Islandia, Dinamarca, Suiza, Nueva Zelanda, Australia, Estados Unidos−, esta difusión y distribución del poder entre una base muy amplia de actores hace prácticamente imposible retroceder. El problema comienza cuando las democracias son imperfectas y menos funcionales, limitándose básicamente a permitir que la gente ejerza el voto cada cierto tiempo, para luego terminar decepcionando a sus propios electores por su incapacidad para garantizar las libertades y dar respuesta a las demandas de la población. Ello coloca a la gente, en ocasiones por muchos años, ante la imposibilidad de reconocer y valorar el significado de una democracia plena, reduciéndose de manera importante los niveles de participación electoral y ciudadana, abriéndose así el camino para el rechazo a partidos y actores políticos y hacia una indiferencia creciente que se transforma en campo fértil para procesos involutivos; es una deriva hacia formas autoritarias de gobierno. En ellas deposita la población la esperanza de que resulten más eficientes a la hora de poner orden y resolver las demandas que por mucho tiempo han venido acumulándose.
Los regímenes híbridos, como los de Líbano, Tanzania, Senegal y Venezuela, entre otros, toman su nombre del hecho de llegar al poder por la vía electoral, pero su vocación autoritaria les lleva, progresivamente, a implementar mecanismos de funcionamiento orientados al ejercicio del poder de manera ilimitada, eliminando de facto, aunque no necesariamente en lo formal, la desconcentración y descentralización del poder, concentrándolo en un número reducido de actores que conforman una coalición que actúa coordinadamente para garantizar su estabilidad, y adoptando paulatinamente un conjunto de decisiones orientadas a desmontar los balances institucionales a fin de poder ejercer el poder sin las limitaciones propias de una democracia, así como para mantenerlo en el largo plazo (Bruce Bueno de Mezquita ).
Entre estas características propias del funcionamiento de los autoritarismos competitivos se destaca un control creciente sobre la legalidad, financiamiento y actividades de los partidos políticos de oposición para lograr su debilitamiento, el control progresivo de los medios de comunicación, la implementación de medidas represivas orientadas hacia un mayor control político de la sociedad, incluso y en especial aquellas orientadas al establecimiento de restricciones a la creación, financiamiento y actuación de organizaciones no gubernamentales, así como la manipulación del sistema electoral a los fines de circunscribir la competencia en lo político a términos y condiciones que garanticen su estabilidad y permanencia en el poder.
Asimismo, como ya antes señalamos, el centro del quehacer de los autoritarismos competitivos está, como su nombre lo indica, en lograr y mantener una base de apoyo popular que les permita ser competitivos para poder legitimarse a través de procesos electorales y refrendarios porque saben bien que su gran fortaleza se basa, a diferencia de lo que sucede con otras formas de autoritarismo, en su legitimidad. El problema radica en que esta legitimidad que es su principal fuente de estabilidad y les protege tanto de amenazas internas (revoluciones, golpes de Estado, pérdidas del poder por vía electoral) como externas (intervenciones extranjeras directas o indirectas) se transforma, paradójicamente, por el carácter efímero del apoyo popular, en su principal fuente de inestabilidad. La contradicción en su doble carácter, autoritario pero a su vez necesitado de legitimidad, encierra la principal fuente de su propia inestabilidad y la semilla de su propia destrucción.
Mientras esta pérdida progresiva de la legitimidad se resuelve en los gobiernos democráticos mediante la alternabilidad que les es propia y que se materializa en procesos electorales libres, transparentes, competitivos y multipartidistas, estos regímenes, por su vocación autoritaria, responden normalmente iniciando un círculo vicioso, y rara vez corregible, de un creciente ejercicio del control y la opresión en la medida en que se pierde el piso político, lo que produce a su vez una mayor pérdida de legitimidad con sus consecuentes manifestaciones públicas a las que responden con más control y opresión en una espiral creciente de conflictividad que termina por resolverse mediante la transición hacía una mayor apertura democrática o hacía una mayor hegemonización, como forma más estable de gobierno, si son capaces de estructurar una coalición estable que les permita controlar los mecanismos de poder y represión necesarios para ello.
Es así como hemos visto que, cuando algunos autoritarismos competitivos pierden la base de legitimidad que les otorga justamente su competitividad y les permite su re-legitimación a través de elecciones, terminan endureciéndose en forma de autoritarismos hegemónicos en la medida en que los intentos democratizadores fallan y los riesgos y costos de tolerar una pérdida del poder se elevan. Sucedió en las elecciones de Azerbaiyán en 2003 y 2005, en Armenia en los procesos de 2003 y 2008, en Bielorrusia durante las elecciones presidenciales de 2001 y aún más cuando se presentaron las protestas después de las elecciones de 2006, así como tras las protestas por los resultados de las elecciones de 2011 en Rusia, donde Putin regresa para ocupar nuevamente la primera magistratura.
Continuamos conversando la próxima semana. Mientras tanto, son bienvenidos sus comentarios y aportes.
Feliz fin de semana…
Categorías:Opinión y análisis
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