Juan Manuel Trak
30 de septiembre de 2017
Uno de los aspectos más críticos en cualquier proceso político el día de hoy es la comunicación. Su importancia reside en el hecho de ser el mecanismo a través del cual el contenido de cualquier actor es conocido, difundido e interpretado por sus potenciales bases de apoyo. En la Venezuela de hoy, la comunicación es tan importante que, desde que Chávez llegó al poder, la estrategia comunicacional ha sido el centro de su acción política. Por un lado, un mensaje populista que reduce la complejidad de lo político en amigos-enemigos, en patriotas-apátridas, en oligarcas-pueblo; el cual se apoya en estructuras y políticas de orden clientelar que refuerzan la relación líder-pueblo. Por otro lado, observamos la reducción de fuentes de información independientes, el acceso a datos públicos y la persecución de la prensa libre, cuyo principal propósito es imponer una “verdad”, al tiempo que se limita la existencia de interpretaciones alternativas de la realidad.
Desde el lado la oposición no parece existir una estrategia de comunicación política eficaz. En primer lugar porque la oposición dista mucho de ser una entidad homogénea. El pluralismo que existe en el seno de la Mesa de la Unidad Democrática reduce la posibilidad de construir un mensaje unívoco. Pero esta falta de homogeneidad no obedece tanto a la presencia de un pluralismo ideológico, sino a la existencia de intereses competitivos por espacios mediáticos y de poder. A lo anterior se le une la ausencia de un vocero oficial capaz de representar a la oposición ante la opinión pública, el cual se reconocido y aceptado por todas las partes.
Pero más grave aún, la ausencia de objetivos y estrategias comunes, vinculadas a las expectativas de los diferentes grupos que hacen vida en la comunidad política, supone que cada partido o dirigente emita mensajes que consideran les darán ventajas frente a los otros miembros de la Mesa de la Unidad. De allí que lo único que une a los miembros de la oposición es su rechazo al gobierno, pero no la existencia de un proyecto mínimo común capaz de aglutinar a una sociedad que sufre condiciones de vida cada vez más precarias.
A lo anterior se le suma lo ya dicho: el Gobierno ha reducido los espacios de información independiente de manera significativa. La radio y televisión abierta están minadas de emisoras y canales progubernamentales, mientras que los pocos medios privados que subsisten son cada vez más inocuos y asépticos. Por su parte, el crecimiento de las redes sociales ha supuesto una ventana informativa ante la neutralización de los medios tradicionales. Sin embargo, las redes sociales entrañan un problema de atomización en la que los usuarios se encierran en guetos donde prevalece su propia opinión, reforzando así prejuicios, opiniones y actitudes que pueden no contribuir a una causa común, o bien permiten la alienación frente al hecho político; a lo que hay que añadir que el nivel de penetración de este tipo de redes no es tan alto como la radio y la televisión.
La comunicación, como hecho político, supone la construcción de una relación de confianza entre partidos, políticos y la ciudadanía basada en el cumplimiento de expectativas y explicación de los resultados del proceso político en el quede claro cuáles son los medios y los fines con los que cuentan. Un ejemplo de ello es el debate sobre la participación o no en las elecciones regionales. La oposición, que lleva solicitando un cronograma electoral desde el finales de 2016, no ha sido capaz de comunicar la importancia de estas elecciones en el contexto la búsqueda de un cambio político más amplio. Las sobre-expectativas generadas de que ocurriría un cambio inminente, la poca capacidad de hacer ver los avances logrados en los últimos meses y la falta de reconocimiento de sus propias limitaciones han conducido a muchos a cuestionarse la necesidad de asistir a las urnas el 15 de octubre de 2017.
En este contexto, estas elecciones ocurren en una situación extraordinaria, por lo que asistir a ellas asumiendo normalidad es interpretado por muchos como una claudicación. Y, como en la política el juego es de múltiples actores, el Gobierno refuerza esa tesis buscando que la abstención le favorezca en un contexto en el que la alta participación supondría una pérdida significativa de legitimidad y la anulación de su narrativa sobre que siguen siendo mayoría en el país. Mientras, por su lado, nuevos emprendedores políticos buscan tener réditos políticos (más no electorales) en la abstención. El agregado social anónimo, que no participará el 15 de octubre, va a ser utilizado como un trofeo por aquellos que desde la oposición al Gobierno también adversan a la Mesa de la Unidad Democrática. Muy posiblemente no harán distinción alguna entre el abstencionista estructural, el abstencionista del Gobierno y el que efectivamente es de la oposición, dirán que todo aquel que no participó los apoya en su propuesta política y, sin voto alguno, buscarán erigirse como representantes de toda la oposición del país.
Así las cosas, el problema de comunicación en la oposición constituye una limitación para que la aspiración por el cambio se traduzca en un movimiento social eficaz y efectivo, incluso, capaz de superar la brutal represión proveniente del Gobierno. La desconfianza de los ciudadanos hacia los partidos políticos solo podría superarse en la medida en que éstos logren ir más allá de sus intereses de corto plazo y mostrar que más allá de querer ser el próximo gobierno (lo cual es legítimo) son capaces de construir la Venezuela que millones de venezolanos desean ver para sus hijos.
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