
Alex Fergusson
Aunque todo comenzó en 1968 en París, con las protestas estudiantiles y las críticas al sistema educativo en Francia, las cuales recordamos como “el mayo francés”, y aquí con el movimiento de Renovación Académica en la Universidad Central de Venezuela en 1969, abortado por la intervención de 1970, no fue hasta finales de los años 80, cuando se inició en Venezuela un verdadero debate, bien fundado, acerca de la necesidad de producir una reforma universitaria de gran alcance.
Ante la sobre-diagnosticada situación actual de las instituciones públicas de educación superior, este debate se hace imperativo, pues tiene un doble propósito; por una parte, enfrentar la arremetida oficialista que se propone el control o destruir su institucionalidad, y por otra, despertar el entusiasmo que se requiere para superar el estancamiento de los modelos epistemológico, organizacional, pedagógico y político con los que han venido funcionando hasta ahora.
En tal sentido, durante de década de los 90 y principios de los 2000, un gran equipo de intelectuales, trabajó de la mano con UNESCO-IECSAL para producir los lineamientos que permiten conducir un proceso de reforma, lo cual concluyó con una propuesta de Ley de Educación Superior que aún duerme el sueño de los justos en los archivos de la Asamblea Nacional.
Luego de muchos años de opacidad intelectual, el tema vuelve al tapete con el anuncio de que habrá una nueva Ley, la cual como ya sabemos, no cambiará nada, pues los cambios los hacen la voluntad, los propósitos y las acciones de la gente que quiere cambiar algo.
Comencemos por señalar que, hoy como ayer, la Universidad se encuentra en un momento importante y crítico, bajo la presión de exigencias varias. Ésta, ya sea del Norte o del Sur, rica o pobre, pública o privada, comparte preocupaciones y retos, se pregunta sobre su razón de ser y su desarrollo futuro. Hace balance y reevalúa su misión ante los dilemas que la sociedad actual le plantea, tanto en el ámbito local como global.
En particular, se interroga sobre las múltiples funciones de la Universidad: adaptarse a la modernidad científica en decadencia y enriquecerla con los nuevos saberes; responder a las necesidades fundamentales de formación; ofrecer profesorado para las nuevas profesiones y las nuevas tecnologías, mientras transforma el pensamiento que la piensa, replantea su modernidad y ofrece una formación transprofesional, transdisciplinaria y transtécnica, es decir, una nueva Cultura más allá de la Modernidad.
Al mismo tiempo, la responsabilidad de la Universidad y su pertinencia social están en crisis, junto con sus modelos epistemológico, organizativo y pedagógico, en especial el paradigma moderno de organización de los saberes y su pedagogía de la domesticación.
Surge, entonces, como impostergable, enfrentar las agresiones y la pulsión de control oficial, al mismo tiempo que atendemos las exigencias que el mundo que viene nos hace.
Solo una universidad que se conciba a sí misma como un sistema de educación y reeducación continua puede responder adecuadamente a estos retos; pero no es esta la universidad que tenemos.
Así pues, todo proceso de reforma debe ser capaz de responder a una exigencia histórica fundamental: lograr que la universidad continúe siendo democrática, relevante, socialmente pertinente, y conectada fuertemente a las necesidades de la mundialización en curso, en una época signada por la centralidad del talento humano y del conocimiento.
Ese empeño habrá de nutrirse del contacto permanente con los usuarios, los egresados y la sociedad toda, lo cual debe manifestarse en la renovación constante de los contenidos y de los métodos, para responder cada vez más adecuadamente a los requisitos del nuevo mundo del trabajo, del ejercicio activo de la ciudadanía y del desarrollo cultural de la sociedad, especialmente en estos tiempos revueltos.
Mientras tanto, no podemos perder de vista que la universidad venezolana y latinoamericana ha sido un poderoso instrumento dinamizador de la sociedad.
La formación de varias cohortes de profesionales, nutrió en el pasado el proceso modernizador con los dirigentes capaces de asumir las responsabilidades públicas y privadas de la época.
En ese sentido, el modelo que permitió y propició la incorporación a la educación universitaria de amplias capas de todos los estratos económicos, y particularmente de la mujer, contribuyó enormemente a la movilidad social y al desarrollo de la democracia. Incluso la actitud desafiante y cuestionadora de la universidad fue un constante acicate para la práctica de la justicia y el cumplimiento de, al menos, una parte de las promesas del sistema político.
Frente a la actual coyuntura, se trata de encontrar las formas civilizadas, pero firmes, de contener las ansias oficiales de ponerle las manos a las universidades que quedan, mientras comprometemos nuestro esfuerzo en promover, desde adentro, cambios radicales en los modelos epistemológico, organizativo y pedagógico vigentes, pues hemos comenzado a entender que, de lo contrario, la educación que impartimos continuará reforzando la pedagogía de la domesticación y alimentando una visión instrumental, limitada y simplificadora de la naturaleza y el mundo.
El reto, con nueva ley o sin ella, sigue siendo encontrar la respuesta a una pregunta aún vigente: ¿Cómo hacer para que la ciencia y la investigación, las artes y sus prácticas, los saberes, los conocimientos y las técnicas, productos de la inteligencia y de la imaginación del género humano, puedan estar al servicio de la humanidad y no al servicio de los grupos que controlan el poder o de las exigencias del Mercado?
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