Editorial

Editorial N° 106: La culpa no es del pueblo

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La culpa no es del pueblo

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Daniel Fermín Álvarez – 1 de abril de 2016

¿Quién es el responsable de la crisis que vive hoy Venezuela? Los estudios de opinión son claros: la gente ubica en el gobierno nacional y en el presidente Nicolás Maduro los culpables de las penurias. Así lo confirma nuestra última investigación, que presentaremos al país en los próximos días. Otras explicaciones, como la guerra económica o la caída de los precios del petróleo, no encuentran mayor eco en la sociedad. Sin embargo, hay una respuesta que sí nos preocupa, y mucho: Inmediatamente detrás del gobierno y del presidente, aunque en muchísima menor medida, cuando le preguntamos a la gente por el principal responsable de los problemas, nos responden: el pueblo.

¿Por qué preocupa esta respuesta? Para empezar, porque no es cierto que la gente sea responsable de la situación del país. Eso lo comentaremos al cierre de este Editorial. Pero, adicionalmente, porque la respuesta representa una especie de autoflagelación ciudadana, consistente con el estado de ánimo de una población que, como indican otros estudios, tiene también una crisis de estima.

Achacarle la culpa a uno mismo es parte de un eslabón. En ese eslabón están otros lugares comunes que repetimos como un credo: hay una crisis de valores, el venezolano ya no es el de antes. Un paso más allá se ubican los “esto se lo llevó quien lo trajo” y “el último que apague la luz”.

¿Quién es, entonces, el responsable del desastre en el que se ha convertido Venezuela? Más de 60% de los venezolanos está claro de que el gobierno y el presidente son los culpables de esta situación. ¿Es injusto cargarle todo al gobierno? En otro país, tal vez. En el nuestro, en el que el gobierno controla absolutamente todos los aspectos de la economía, de la administración de justicia, de la política de seguridad ciudadana, etc., más que justo es una conclusión obligada: si alguien lo controla todo, pero nada funciona, entonces el problema reside en ese alguien. En Venezuela, ese alguien es el gobierno y su cara es la del presidente Maduro.


Abrimos nuestra Edición con la Carta del Director. Benigno Alarcón escribe “Conflicto y negociación”. Alarcón pasa por los escenarios bajo los cuales podrían darse negociaciones entre las partes políticas en conflicto y las posibilidades de que ese conflicto se convierta en catalizador de un cambio.

En nuestra Sección de Opinión y Análisis, rendimos un merecido homenaje a nuestra muy querida profesora y amiga Tanya Miquilena de Corrales. En su columna Cable a Tierra, Guillermo Ramos Flamerich escribe “Una profunda enseñanza de país”. Dedicado a nuestro también amigo Werner Corrales Leal, el artículo es un tributo al legado de Tanya y a su visión del desarrollo que, sin duda, será honrado por todos quienes tuvimos la gran fortuna de ser formados por esta venezolana ejemplar.

En Bitácora del Poder, Fernando Arreaza nos trae “De corrupción, anti-política y extremismos”. Hace el caso el autor de que el surgimiento de movimientos extremistas religiosos en Oriente Medio, así como de outsiders políticos y tesis antipolíticas en el mundo occidental, ambos tienen raíces en la corrupción de las sociedades.

En Debate Ciudadano, Carlos Romero Mendoza presenta “Municipios, vecinos y la crisis del agua”. Romero insiste en el municipio como actor central en la resolución de la problemática del agua en Venezuela.

Finalmente, el Espacio Plural trae dos aportes muy interesantes. José Bucete regresa con “Muy vivos o muy tontos”, su apreciación sobre la visita del presidente norteamericano Barack Obama a Cuba. También nos complace mucho contar con el aporte de Héctor Hurtado, que hoy escribe “Capitalizar el descontento para construir una alternativa política”, un análisis de la actuación de la oposición, ahora que es mayoría en el Poder Legislativo.


Decíamos que el presidente y su gobierno son los responsables de la crisis. También decíamos que el pueblo no tiene la culpa. Pero ¿Por qué no? Al fin y al cabo, la gente se come la luz, bachaquea, le compra a los bachaqueros, y una larga lista de acciones que distan de ser las de un ciudadano ideal. Aún admitiendo la calidad naturalmente imperfecta de nuestra ciudadanía, debemos seguir insistiendo: no, la culpa no es del pueblo.

No se trata de un planteamiento populista. Menos, demagógico. El pueblo no es quien diseña las políticas de seguridad ciudadana, que van por 23 planes fracasados y el desfile de más de 12 ministros que no han podido con la mortandad que día a día enluta a las familias venezolanas. La gente no es quien obliga a un modelo económico también fracasado, que ha devenido en escasez, desabastecimiento, corrupción, carestía y desesperación para todos. No es el ciudadano de a pie, aunque se coma la luz, el que se robó más de 25 mil millones de dólares de CADIVI, para citar sólo un ejemplo de la rapiña. Tampoco el pueblo es el que administra hospitales colapsados, importaciones de alimentos que se pudren y medicinas que se vencen, cárceles donde se trafica droga y reina la violencia, servicios públicos que no sirven a nadie y que terminan siendo privatizados ante la ineptitud oficial. Podríamos seguir…

Los venezolanos no somos perfectos. Ni tenemos que serlo. Pero tampoco somos, los ciudadanos comunes y corrientes, responsables de esta, la peor crisis de la historia venezolana. Los culpables están claros: el gobierno y, a su cabeza, el presidente. Los que no supieron escuchar, los que se atrincheraron en la prepotencia del poder ilimitado y de recursos económicos que, por más de una década, también parecían serlo. Con ellos no hay obligación moral que nos lleve a compartir las responsabilidades. Lejos de la autoflagelación, el venezolano no es hoy sino víctima de la incapacidad de quienes gobiernan y del fracaso de un modelo que sólo ha dejado ruina. Pero, fiel a su condición, el venezolano víctima no está contento con ese rótulo, que lo deja en la indefensión y la vulnerabilidad. Por eso, una y otra vez, toma la batuta de su propio destino. Hoy, eso implica el protagonismo en la búsqueda de un cambio, no de caras o colores, sino por la procura de un salto que le permita, finalmente, vivir la vida que tiene razones para valorar.

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