Ysrrael Camero – 23 de junio de 2017
En el mejor de los casos, una Constitución ha de ser la forma más elevada de pacto social entre los ciudadanos. Debería contener el armazón institucional, el conjunto de reglas comunes, que rigen el funcionamiento del poder en una sociedad, por lo que constituye el supremo manual de procedimientos que rige a una comunidad, estableciendo también derechos y deberes de los ciudadanos, lo que coloca tanto un límite claro como un cauce de acción al poder.
En la tradición latina también ha de establecer un horizonte hacia el cual esta sociedad pretende moverse en un determinado momento. Por eso en ocasiones nuestras constituciones parece ser también una carta de deseos, que expresa aquella agenda de luchas de diversos sectores sociales presentes en el momento de su redacción.
Cada ley expresa, jurídicamente, un momento específico de una lucha social y política, refleja un mapa de fuerzas concreto, que sigue en movimiento luego de su proclamación. Evidentemente, en el marco de esa tensión de fuerzas, expresa una Constitución un proyecto de poder, que dirige una élite específica, que tiene unas relaciones concretas con los otros sectores de la sociedad, de tensión, de cooperación, de conflicto.
Son esas relaciones las que determinan la legitimidad efectiva de esa Carta Magna, de cuya legitimidad emerge también la mayor o menor sostenibilidad del régimen constitucional. La sostenibilidad puede expresarse no solo en términos de durabilidad temporal, sino también en términos de vigencia efectiva. ¿Se cumple efectivamente lo establecido en la Constitución o es papel mojado acumulado en una biblioteca?
Un largo camino hacia la constitucionalización del poder
La constitucionalización del poder es un logro reciente en la historia de la humanidad, y fue un logro caro de conseguir. Meter el poder real dentro de una Constitución, costó sangre, sudor y lágrimas de varias generaciones en todas las latitudes.
La Carta Magna de 1215 en Inglaterra pretendió poner un límite al poder del monarca, que se vio obligado a reconocer por escrito la legitimidad de los privilegios y «derechos» de la nobleza inglesa. Más de cuatro siglos después de una guerra civil emergió el Parlamentarismo británico, que no ha dejado de tener transformaciones desde entonces.
Un salto cualitativo realizó la humanidad en este proceso de constitucionalización del poder durante la denominada era de la revolución. La noción de revolución se encontró atada a la de Constitución.
La guerra de independencia de las trece colonias inglesas del norte de América, iniciada en 1776, derivó en uno de los más fructíferos debates sobre República, Revolución y Constitución. La Constitución de los nacientes Estados Unidos de América representó una ruptura trascendental en el funcionamiento del poder. El debate que podemos observar en El Federalista, nos habla de las tensiones y dificultades que la creación de este extraordinario artefacto implicó, el nacimiento de una innovadora República, que se convirtió en una especie de síntesis civilizatoria y de proyecto ilustrado.
La Revolución Francesa también pretendió avanzar en términos de constitucionalidad moderna. La Constitución de 1791 intentó meter al Rey dentro de la Ley, avanzando hacia una monarquía constitucional. La traición real derivó en la radicalización de la Revolución de la que emergió la Constitución republicana de 1793.
El laboratorio constitucional americano
El continente americano ha sido laboratorio privilegiado del debate republicano y constitucional desde finales del siglo XVIII hasta principios del siglo XXI. Tanto el ejemplo de Estados Unidos como el francés constituyeron los hitos fundamentales en el debate constitucional vinculado con las luchas por la independencia hispanoamericana, a los que debemos agregar el legado hispano expresado en la carta gaditana de 1812.
A pesar de que la Constitución de Estados Unidos es la más antigua del mundo el régimen político estadounidense ha venido evolucionando a lo largo de doscientos años, lo que ha derivado tanto en enmiendas constitucionales de trascendental importancia, como la prohibición de la esclavitud y la consagración de la igualdad efectiva de los derechos civiles, como en decisiones de la Corte Suprema de Justicia que han alterado el funcionamiento institucional de manera sustantiva. No es un sistema constitucional inmune a los cambios.
En la medida en que se consolidaba la ruptura con España y se iban configurando las modernas repúblicas americanas una sucesión de constituciones expresaron el debate fundacional en torno a las nuevas naciones, la confrontación entre federalismo y centralismo, la lucha por la expansión de la ciudadanía, el debate en torno a la noción misma de República, la aparición de los derechos económicos y sociales.
El debate ideológico, entre liberales y conservadores, entre federales y centralistas, entre socialistas, socialdemócratas y democristianos, coexistía con las realidades fácticas de las relaciones de poder concreto, con los caudillos e Imperios, con la Iglesia Católica y los representantes de capitales cada vez más globalizado.
De este mapa de tensiones e influencias fueron emergiendo distintos ciclos de constituciones. Del constitucionalismo liberal conservador se fue evolucionando a uno democrático y social, consagrando la ampliación de los derechos de ciudadanía y el nuevo rol del Estado que se desarrolló al mismo ritmo en que la lucha por la democracia. El siglo de la lucha democrática fue también el de la lucha por mayores derechos sociales y económicos, hasta concebirse popularmente en una sola exigencia.
De la Constitución argentina de 1853, con clara influencia estadounidense, a la Constitución mexicana de 1917, derivada de una agenda revolucionaria propia del siglo XX y la de más dilatada duración en Hispanoamérica, se expresa ese nuevo mapa de fuerzas, con sus consensos y disensos nuevos.
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