Miguel Ángel Martínez Meucci
20 de marzo de 2018
Darkest Hour es el título de la más reciente película del director británico Joe Wright, inspirada a su vez en el libro homónimo del escritor Anthony McCarten. Tanto el libro como la película se concentran en un lapso de tres semanas, comprendido entre el 10 de mayo y el 4 de junio de 1940. Durante esos días, Gran Bretaña se jugaba su destino ante el avance indetenible de la Alemania nazi por media Europa, y dado el evidente y desesperante fracaso de la política de apaciguamiento desarrollada por el hasta entonces primer ministro británico, Neville Chamberlain, la oposición en el parlamento exige su dimisión.
Para esos momentos el premier está enfermo y cansado. El viejo lord es un hombre de otros tiempos, un gentleman que cree en los pactos de caballeros y se ha visto sobrepasado por la turbulenta sociedad de masas de su época, ese perfecto caldo de cultivo de los totalitarismos. Ha hecho de todo para evitar una nueva guerra con Alemania; ha sido pausado, racional y generoso, y aún confía en la posibilidad de llegar a algún acuerdo negociado con Hitler. Sabe que éste ya violó olímpicamente el pacto de Munich (1938), en el cual el líder británico había cifrado sus esperanzas de paz, pero, aun así, necesita creer que existe una ventana para negociar: la alternativa es demasiado terrible, entre otras cosas porque Gran Bretaña, a diferencia de Alemania, no se ha rearmado a toda velocidad. Pero a estas alturas, con Checoslovaquia, Polonia, Dinamarca y Noruega ocupadas por el enemigo, con Francia inerme ante los nazis y con éstos rodeando al ejército británico en Dunquerque, Chamberlain ya ha agotado su crédito ante los colegas del parlamento y ante la nación entera. Debe dimitir.
La única persona que suscita el consenso necesario para reemplazarlo es sir Winston S. Churchill, quien no obstante desata también notables resquemores. Al igual que Chamberlain, es más bien un hombre del siglo XIX, aunque destaca sobre todo por ser un enamorado de las viejas glorias del Imperio Británico. A sus 65 años, conoce bien el éxito y el fracaso. Se le recuerda tanto por episodios heroicos (su participación en la guerra anglobóer) como por desastres rotundos, destacándose en particular el de Galípoli, donde una ofensiva infructuosa condenó a decenas de miles de soldados británicos, australianos y neozelandeses a una muerte inútil en Turquía. Durante su trayectoria política, el viejo bulldog ha saltado de un lado al otro del parlamento y ha levantado pasiones de todo tipo. Nunca se aleja demasiado de una buena botella de whisky o ginebra, y es bien conocido por su afición a los puros, hábito al que quizás (tal como pasó con su religiosa costumbre de tomar la siesta) se aficionó durante su juvenil visita a Cuba. Churchill resulta áspero, gruñón, malhumorado, radical. Se le considera un recalcitrante warmonger, pero todos admiten que desde un principio intuyó la naturaleza feroz de Adolf Hitler y las dimensiones de la amenaza que su régimen totalitario representaba para el continente. La situación es desesperada y nadie luce tan firme como él ante el peligro.
Chamberlain, al igual que su cercano Halifax (máxima figura para entonces del Foreign Office), albergan la esperanza de que el impetuoso Churchill, una vez electo premier, contemple la posibilidad de aceptar la mediación que ofrece Mussolini, quien, como todos saben, es cercano al Führer. Pero saben que esto es improbable, y desde su primer discurso como cabeza del parlamento, Churchill da pocas esperanzas al respecto. Ante la interrogante general: ¿Qué propone el nuevo líder?, éste revela que no tiene nada más que ofrecer que “sangre, fatigas, lágrimas y sudor”. Ante la incógnita: ¿Cuál es su plan?, éste responde “hacer la guerra por aire, mar y tierra” a “una tiranía monstruosa”, hasta “alcanzar la victoria”. Para muchos sensatos colegas no es más que un loco desatado que jamás se detendrá hasta conducirlos al desastre.
No obstante, según la interpretación de McCarten (fundada en una minuciosa investigación y reflejada en Darkest Hour), Churchill albergó serias dudas durante las siguientes semanas con respecto a la necesidad de negociar con Hitler, llegando al punto de permitir a Halifax que comenzara a redactar el memorándum para Mussolini. Había muchas razones para ello. Las posibilidades de vencer eran realmente escasas, la superioridad militar de los alemanes era abrumadora, la situación de los potenciales aliados británicos en Europa era lamentable. Un posible acuerdo negociado seguramente requeriría concesiones ominosas, tales como el reconocimiento del Führer alemán como amo y señor de casi toda Europa (desde los Pirineos a los Cárpatos) y la eventual entrega de territorios y elementos estratégicos por parte del Imperio Británico (¿Malta? ¿Gibraltar? ¿Colonias africanas? ¿Su capacidad naval?).
El problema con esta “solución”, tal como lo presentía Churchill, era que no habría ninguna garantía de que Hitler se conformara con lo obtenido y, que más bien, lo usaría para fortalecer su posición de cara a expansiones posteriores. Un acuerdo de estas características dejaría a Gran Bretaña a merced de los caprichos de un megalómano… pero quizás era lo único que se podía hacer si se quería evitar entonces una guerra que con seguridad sería desastrosa y que muy probablemente se saldaría con una derrota británica. La película nos recrea las dudas que durante un par de semanas cruciales corroen al gran estadista inglés en una coyuntura crucial: ¿Realmente se cuenta con los medios necesarios para resistir? ¿Es posible vencer? ¿Vale la pena el gigantesco sacrificio si las posibilidades de victoria son tan exiguas? La responsabilidad es enorme, y la fuerza de las convicciones y las certezas parece estrellarse contra la contundente adversidad de las probabilidades. Verdaderamente se trataba de las horas más oscuras.
El episodio ha sido estudiado, descrito y narrado de mil formas distintas; sus personajes principales son bien conocidos; su resultado constituye la mayor victoria de la democracia y la libertad en el siglo XX. Tal como sabemos, finalmente Churchill optará por rechazar negociaciones que hubieran equivalido a una derrota y se afanará en liderar a su nación en una guerra desigual contra la Alemania nazi, una guerra que Gran Bretaña libró en solitario durante muchos meses y que, finalmente, se ganaría con la participación decisiva de las fuerzas y recursos colosales de la Unión Soviética y los Estados Unidos de América. No debemos ver tal decisión como la elección obvia para aquel momento, la realidad es que pudo haber salido tan mal y haber representado un desastre tan enorme o mucho mayor que el de Galípoli, pero para fortuna de Gran Bretaña y de todo el mundo libre, a Churchill y a los británicos les acompañó la suerte (aunque ya decía Virgilio que audentis fortuna iuvat). La leyenda en torno a su grandeza, así como en torno a las flaquezas de Chamberlain, ha sido cantada por muchos y estimulada por su propio protagonista desde tiempos muy tempranos, quien a diferencia de su predecesor sobrevivió largamente al fin de la guerra. Por otro lado, la tendencia revisionista que hace ver el lado presuntamente megalómano e irresponsable de Churchill también cuenta hoy en día con múltiples partidarios. La interpretación que ofrece Darkest Hour se inserta dentro de la primera corriente, pero también procura un tratamiento equilibrado e introduce en el relato esos momentos de duda por parte del gran premier inglés.
Personalmente, y tras advertir que con este artículo no pretendo realizar una crítica cinematográfica sino un comentario político a partir de la oportunidad que propicia este estreno, he de decir que comparto la perspectiva que nos ofrece McCarter y el film derivado de su libro. Churchill, como todo ser humano, tenía sus luces y sombras, las cuales en su caso eran seguramente superlativas y desmesuradas. Ciertamente era un tipo difícil y una persona con más bien poco que ofrecer en tiempos de paz, pero quizás precisamente por eso era el hombre necesario para un momento extraordinariamente duro y complejo como el que le tocó liderar. Nadie como él demostró tener lo que hacía falta para hacer frente a la amenaza nazi, y su estatura política difícilmente podrá verse menoscabada enumerando sus evidentes defectos. El balance de sus actos y obras ha de ser considerado en función del tamaño de los gigantescos retos que le tocó asumir, y por tales razones dicho balance sólo puede ser considerado como positivo.
Pero más allá de lo anterior, nos interesa detenernos aquí en un par de aspectos en los que la película parece concentrar toda su fuerza y de los cuales resulta posible extraer lecciones para la Venezuela de nuestro tiempo, esta Venezuela nuestra que ahora mismo experimenta también sus horas más oscuras. Nos referimos, por un lado, a los profundos dilemas que encierra toda decisión política particularmente dura, ese tipo de decisiones en las que no hay opciones buenas o fáciles, aunque a veces sí honrosas y deshonrosas. Y por otro lado, las fuerzas y recursos que la figura de Churchill parece haber reunido, empleado y canalizado al momento de decidir y poner en acción sus resoluciones.
Examinemos el primer punto. Optar por el conflicto no ha de ser jamás la primera opción de un político, al menos de un político liberal, democrático y benevolente. Pero esto tampoco quiere decir que sea una opción que deba descartarse definitivamente. Está claro que la violencia debe ser evitada a toda costa, y que incluso en medio de una guerra se procura llegar a acuerdos para finalizarla. Pero, ¿qué pasa cuando se está en presencia de un actor que no reconoce límites, que se plantea objetivos ilimitados, que no se muestra dispuesto a alcanzar acuerdos en términos mínimamente razonables y cuyas acciones proceden sin cesar hacia la aniquilación de sus oponentes aunque éstos sean pacíficos? En ocasiones como esa, la disyuntiva deja de plantearse entre la paz y la guerra, y pasa más bien a presentarse entre la sumisión progresiva a partir de sucesivas concesiones (apaciguamiento) y el enfrentamiento resuelto y frontal, aunque incierto y doloroso, del adversario recalcitrante.
Al igual que sus compatriotas, Churchill comprendía perfectamente la tragedia que acarrearía la guerra contra Alemania. Lo que también entendió antes que la mayoría de ellos fue que la presunta oferta de paz que realizaba Berlín no era realmente tal. El gran estadista inglés entendió que Hitler no se detendría por nada del mundo, que sus ambiciones eran infinitas y que llevaba muchos años preparando las capacidades necesarias para satisfacerlas. En otras palabras, no se le podía juzgar de acuerdo con una racionalidad convencional. A Hitler no le importaba la cantidad de muertos, alemanes o extranjeros, que sus ambiciones pudieran generar, de modo que nada lo convencería de detenerse. Y como no se le podría convencer, ante él sólo cabría rendirse o luchar. Pero para ver esto con claridad, el amor propio y el amor al honor deben ser mayores que el temor al dolor y la incertidumbre, y es precisamente eso lo que Hitler lograba invertir en sus adversarios, amilanándolos con su terrorífico despliegue militar y total falta de escrúpulos. Sólo individuos con el inaudito y aparentemente demencial coraje de Churchill son capaces de evitar los benévolos, pero también tristes y falaces razonamientos que suele propiciar el síndrome de Estocolmo. Son, en efecto, el tipo de líderes que se requieren en momentos tan sombríos, pero la importancia de su liderazgo y de su rechazo a las políticas de apaciguamiento sólo puede entenderse a plenitud cuando se comprueba lo que se requiere al enfrentar a regímenes de vocación totalitaria. Lamentablemente, la realidad parece ofrecernos cada vez más elementos para concluir que ese es el caso en la Venezuela de hoy.
El segundo punto que nos planteamos aquí tiene que ver con los recursos de los que echó mano Churchill para convencer al parlamento y a la nación entera de la necesidad imperiosa de resistir. Tal como hemos comentado, las probabilidades jugaban en contra de los ingleses. El Imperio Británico no contaba con una capacidad militar acorde con sus proporciones, y sus principales fuerzas terrestres se encontraban sitiadas en Dunquerque. El cálculo puramente pragmático y racional aconsejaba seriamente explorar la posibilidad de negociar. Con todos los hechos y realidades en contra, ¿cómo convencer a la nación de la necesidad de plantarle cara a Hitler? Es más, ¿cómo hacer que una nación en desventaja tenga realmente opciones de vencer en un conflicto desigual para el que no está preparada?
Resaltaría aquí tres elementos ejemplarmente reflejados en Darkest Hour. Primero, nuevamente, la importancia del amor propio y del honor nacional como último reducto de la esperanza, como fuente de un valor capaz de superar el miedo y de afrontar los sacrificios que sean necesarios. Segundo, la importancia del conocimiento profundo, por parte del líder, del alma nacional, de aquellos elementos únicos y particulares que hacen que un pueblo sea lo que es y que constituyen su mejor fibra interna. Y tercero, la capacidad de dicho líder para diagnosticar, arengar y articular esa fibra más profunda del alma nacional y revolverla contra las adversidades, mediante el uso magistral del lenguaje y los símbolos que tan crucial papel juegan en política.
La decisión de Churchill, aunque meditada y calibrada pragmáticamente, obedecía en primera instancia a su particular temperamento y a su amor profundo por la historia gloriosa de su pueblo, para aquel entonces rector de una cuarta parte del orbe. Para aquel viejo parlamentario que durante sus años de juventud había participado como oficial en el Sudán angloegipcio o en Cachemira, escapado de una prisión en Sudáfrica o alcanzado la posición de primer lord del Almirantazgo, era imposible concebir que su patria se rindiera sin más ante la barbarie hitleriana. Y el pueblo británico, aunque momentáneamente anestesiado por el temor a la repetición de una terrible guerra con Alemania, y lógicamente orientado hacia la paz, era también, todo sumado, tan consciente y orgulloso de esa historia e identidad nacional como su primer ministro. Tal como han tendido a recordarla los ingleses, la historia de Inglaterra ha sido la de un pequeño país, de espíritu práctico, laborioso e ingenioso, modesto en sus aspiraciones y afortunado en sus logros, pero capaz de unirse y revolverse con la mayor determinación cada vez que su hogar insular se ha viera amenazado por grandes enemigos externos.
Y, es precisamente ese orgullo, temporalmente olvidado ante el desconcierto que generan los regímenes totalitarios, ese amor propio circunstancialmente atenazado por la sorpresa y el miedo, lo que Churchill logró congregar y revolver mediante el único recurso que verdaderamente tenía a mano: la palabra. Tal como lo señala McCarter, y como se refleja en la película, el gran primer ministro británico fue capaz de “movilizar toda la lengua inglesa” en una serie de discursos memorables que profirió, sobre todo, al inicio de las hostilidades. Su propia estampa, reflejada en cientos de fotografías y retratos, era además la viva expresión de la determinación, el coraje y el optimismo ante la adversidad. No intentaremos explicar aquí porqué sus famosos discursos son obras maestras de la retórica, ni cómo el personaje que Churchill encarnó se convirtió él mismo en un símbolo de resistencia y victoria, simplemente nos limitaremos a considerar como una lección importante, para la Venezuela de nuestros días, el modo en que las dificultades y la vacilación se resolvieron finalmente por medios y fuerzas que, sin dejar de ampararse en un frío realismo, superaron con mucho el alcance del cálculo y de la lógica. No lo olvidemos nosotros, y recordémoslo siempre a los tiranos e invasores: siempre será demasiado cara la piel de una nación a la que le sea más fácil tolerar la derrota que la humillación.
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