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La venta de humo

Tomada de Efecto Cocuyo

Varios años y muchos millones de dólares después, no hay un solo programa bandera de la propaganda chavista que valga la pena destacar como una realidad consolidada

Alonso Moleiro

No existe un solo pecado importante cometido en los años de la Democracia que el chavismo no haya agravado hasta las cotas de la catástrofe.

No había tenido jamás la nación una administración de los recursos tan corrompida como la actual; ni niveles de endeudamiento tan altos; ni salarios tan míseros, ni servicios públicos tan indignos luego de haber administrado tanto dinero. Nunca antes habíamos presenciado tales niveles de ruina en los activos nacionales, principalmente en la industria petrolera. No habíamos presenciado un empobrecimiento tan extremo en la población. Nunca los mandos nacionales habían confiscado de una manera tan grotesca la soberanía nacional a terceros.  No se había registrado jamás una diáspora ciudadana tan profusa, densa y policlasista como la que nos ha tocado presenciar en este tiempo.

Durante los primeros años de la década anterior, adelantando una astuta estrategia propagandística, la clase política chavista logró imponer en la sociedad venezolana parte de su interpretación del devenir político de entonces. Una parte de la sociedad nacional sigue maniatada con lo expuesto en algunos de estos cuadrantes.

Varias veces se afirmó, no sin razón, que Chávez había colocado de nuevo el problema de la pobreza como la prioridad número uno del debate público.  Se suponía que el régimen democrático fundado en 1958 estaba fundamentado en un conciliábulo de élites divorciado del sentir de las mayorías, desentendido del drama del empobrecimiento, que había malbaratado los altísimos ingresos de la actividad petrolera para lucrarse, dejando a la población sin seguridad social, sin acceso a la salud, sobrepoblada de obras inauguradas y jamás terminadas.

Aquel, se decía, era un régimen político que había despilfarrado los ingentes recursos para organizar un desagradable sarao gestado en provecho propio, haciendo desperdiciar a la nación una inigualable oportunidad para desarrollarse.  Se sentenciaba a la Democracia, con total frescura, y sin la menor piedad, por presuntamente haber hipotecado la soberanía nacional, el futuro de millones de personas inocentes, la propia viabilidad de la república.

Sobre la base del fracaso de la Democracia y los partidos que la fundaron, fue recibido Hugo Chávez con manifiesto beneplácito por una parte importante de la sociedad venezolana luego de acaudillar el fallido golpe militar del 4 de febrero de 1992. “El pueblo no quiere una dictadura, pero tampoco esta falsa democracia, corrupta e inepta”, había declarado Arturo Uslar Pietri en 1993 con tono de justificación.

Durante varios años, luego de haber invertido mucho dinero procurando borrar el legado de la democracia del Pacto de Puntofijo, el chavismo en el poder llamó “logros” a las conquistas políticas de su movimiento y la puesta en vigor de sus intereses. “Logros” eran fortalecimiento de ciertas matrices interpretativas; el despliegue de su diplomacia; la organización de personas en función de sus objetivos hegemónicos, la consolidación de programas de transferencia de recursos para robustecer una clientela electoral.

El chavismo se ha pasado décadas desdeñando “las cifras macroeconómicas”, defendiendo las claves de lo que, se supone, es una “revolución humanista”: una que colocaba al hombre como centro de sus prioridades, y que haría énfasis en la formación de la persona, en la gestión social sobre la económica, en la promoción  de valores morales para la forja de una nueva sociedad.

Ajustando la memoria y usando el lente retrospectivo, podemos reparar, 22 años después, en torno a la desvergonzada venta de humo que, en materia de soluciones, terapéutica y gestión de gobierno estructuró la narrativa chavista en sus cadenas presidenciales, transmisiones especiales, programas televisivos y campañas publicitarias. Varios años y muchos millones de dólares después, no hay un solo programa bandera de la propaganda chavista que valga la pena destacar como una realidad consolidada.

Las escuelas bolivarianas, el empoderamiento popular, los comités de tierra y salud, el presupuesto participativo, las comunas, el reconocimiento de las FAO, las metas del milenio, la soberanía alimentaria, Mercal, la Gran Misión Agro Venezuela, las misiones educativas, Pdval, el Satélite Simón Bolívar, la expansión del Metro de Caracas, el Comercio Socialista, la Ciudad el Acero, las canaimitas, el Cardiológico Infantil, las aldeas universitarias, los programas de alimentación escolar, las bases de misiones sociales. Un canto a la nada. Una prolongada estafa política para hacer proselitismo.  Consignas sin contenido, realidades inexistentes, propaganda en millones de dólares, grandes fraudes a la nación una vez roto en el país el principio de la rendición de cuentas, y peor aún, el de la alternabilidad política. Sigue siendo el ciudadano venezolano un individuo poco formado, desprotegido por el Estado, sin salarios, sin empleo y sin acceso a la salud, abandonado a su suerte entre un carnaval electoral y el otro.

Un lamentable desierto, resultado directo de la probada y escandalosa inoperancia de su gerencia pública, muy dotada para agitar, cuestionar y manipular, pero con pobres ideas para la gestión de gobierno, aventurera, poco calificada y fanatizada: Elías Jaua, Ricardo Menéndez, Ernesto Villegas, Haiman El Troudi, Ricardo Molina, Jorge Rodríguez, Jorge Giordani, Jesús Faría, Freddy Bernal, Rodolfo Marco Torres, Samuel Moncada, Jaqueline Farías, Pedro Carreño, Tarek El Aissami, Aristóbulo Istúriz, José Vicente Rangel, y otros políticos similares, bucaneros de la oportunidad,  todos los cuales se han estado traspasando todas las carteras ministeriales posibles durante los últimos 20 años para dejar su propia impronta en el dilatado proceso de destrucción de un país.  Un ecosistema de nombres en donde cuenta la lealtad política y no los méritos técnicos, ni las credenciales profesionales.

Con todos los pecados que trajeron al remolque su fracaso, la democracia venezolana, pudo, mal que bien, levantar por completo a una nación: construir los principales hospitales y puentes existentes en Venezuela; los puertos y los aeropuertos, las represas y acueductos, la infraestructura; los museos, las bibliotecas, los teatros, los espacios recreativos, la vialidad de este país. Fundar y poner a funcionar Petróleos de Venezuela de la mano de una gerencia pública comprometida y honesta. Levantar Puerto Ordaz, consolidar el polígono industrial de Guayana con realidades gerenciales estatales como Venalum y Edelca. Terminar una red de sanidad y educación pública que llegó a ser de las más completas y eficientes de América Latina en los años 60.

Hace mucho tiempo no veíamos en Venezuela tanta escasez de virtud, tanta vocación para mentir, tanto sigilo, tanta hipocresía, tanto vicio convertido en procedimiento, tanto talento para esconder miserias, para no asumir responsabilidades, para no reparar en los daños hechos a terceros, en las vidas cegadas, en las personas arruinadas.

 La tragedia venezolana actual es una nueva postal del subdesarrollo. El país está entrampado en un pegamento en el cual concurren el fanatismo narcisista de la izquierda radical junto a la falta de probidad y la escasez de ilustración.

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