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El fin de un tiempo en la política nacional

Alonso Moleiro

La figura de Hugo Chávez podrá, todavía, ser recordada con alguna simpatía por sectores apreciables de la sociedad venezolana, pero lo cierto es que los grandes valores del chavismo, -aquellos que irrumpieron para desafiar el corpus de la sociedad democrática en 1999- cursan hoy una grave crisis de contenido entre la gente, y son letra muerta para la determinante mayoría de los venezolanos.

Esta circunstancia, y los modestos números de valoración popular que evidencia Nicolás Maduro en todas las encuestas de credibilidad, configuran los dos aspectos más relevantes del momento venezolano actual. Independientemente del recuerdo que pueda tener la gente sobre Chávez.

Las consignas chavistas han perdido enorme tracción entre la población, y tal realidad trasciende cualquier acto administrativo sobre corrupción. Se trata de un fracaso político, de una enorme decepción extendida, con unas implicaciones que no han querido ser ponderadas adecuadamente.

No sólo ocurre que las famosas “misiones” quedaron disueltas, convertidas en sal y agua luego de ser saqueadas por una burocracia indolente. Conocen también un clarísimo ocaso las comunas y las fórmulas colectivistas de administración de recursos; los cuestionamientos al empresariado y la clase media profesional; las expropiaciones, invasiones y tomas de tierras; la conflictividad callejera; el estatismo como terapia de gobierno.

Independientemente de cómo se administran las cargas de las tensiones del poder y la política, queda claro que un enorme agotamiento se asienta en la sociedad venezolana ante el actual estado de cosas, y esta circunstancia parece irreversible. La revolución ya no es un objetivo popular. Es un esfuerzo que no ha valido la pena. La polarización, como fuerza que la alimenta, pierde vigor y razón de ser.

La extraña tranquilidad cotidiana que se respira en las calles acaso puede ser la traducción de una extendida sensación de decepción y hartazgo. Hacia el chavismo, y también hacia la oposición. La gente que no ha emigrado sencillamente espera la llegada de tiempos mejores.

La arrolladora popularidad que tiene María Corina Machado es, también, el síntoma de un nuevo tiempo político en el país: a nadie le importa ahora si Machado es propietaria, si tiene dinero o si pertenece a las clases altas.  Todas estas consignas forman parte de un ideario sin dolientes. El ideario del resentimiento.

Por el contrario: con todos sus atributos y defectos, Machado parece ser la expresión de una narrativa que se había extraviado con la muerte de la democracia representativa: la construcción de una régimen liberal con valores republicanos; el fomento al empresariado; la valoración del ahorro, el trabajo y del progreso; el respeto a la opinión ajena.

En las encuestas, Machado tiene unos números similares, incluso mejores, que los que ofrecía Hugo Chávez en sus momentos de gloria. Unos dígitos parecidos a los que alguna vez tuvo Juan Guiadó, y que sólo expresan fastidio, cansancio, ansias de cambio radical. Una desconexión absoluta con la existencia y fines del poder revolucionario actual y su matriz ilegítima.

Sobre el arrastre de Machado se habla más bien poco. En un entorno trastornado como el actual, con un marco autoritario que ha mostrado suficientes veces su costado siniestro, lo habitual es que más bien se hable de cuán difícil es que sea candidata, y cómo nos conviene a todos que, con otro abanderado, nos levanten las sanciones.

En este momento, María Corina Machado es la expresión ambulante de un extendido anhelo de cambio político, radical pero incruento. La población ve en ella la posibilidad de que regrese aquella nación superavitaria, flexible, despolitizada, esa nación que nos despojaron en los últimos 20 años, y que algunos habían dado ya por muerta.

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